EL
CORPUS CHRISTI
Melitón
Bruque García
Recordando
tiempos pasados y prácticas religiosas por donde la iglesia ha venido caminando
a través de la historia, me atrevo a hacer una reflexión sencilla que nos pueda
ubicar en el momento que vivimos tan atípico, es una circunstancia más de la
historia.
Hasta
el s. XII la Eucaristía era considerada un misterio lejano que se adoraba desde
lejos y que solo era posible contemplarlo cuando el sacerdote, de espaldas al
pueblo, la levantaba y la mostraba al pueblo que de rodillas adoraba.
Después
vendrían grandes discusiones de teólogos y escuelas donde se ponía en duda la
presencia real de Jesucristo en la eucaristía.
El
gesto de levantar la hostia consagrada para mostrársela al pueblo dio origen a
un rito independiente, fuera de la misa, que empezaron a llamar “Exposición del
Santísimo”.
Todo
el movimiento parece que comenzó el año 1263 a raíz de uno de estos sacerdotes
fanáticos que negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía hasta que, un
día, celebrando, al elevar la sagrada forma vio que comenzó a destilar sangre,
llenando los corporales y el altar.
Sorprendido
el sacerdote, se volvió al pueblo y confesó su error diciendo a los fieles: “Acaban de presenciar todos un milagro
impresionante, realizado por Cristo para sacarme de mi error”
El
sacerdote comunicó a su obispo lo ocurrido, enviaron unos expertos para que
analizaran el hecho y, efectivamente, era sangre lo que había destilado la
sagrada forma.
De
ahí surgió un movimiento que el Papa Urbano IV aprovechó para declarar cerrada
la discusión de la presencia real de Cristo en la eucaristía y declarar: “Cristo está presente realmente en medio de
su pueblo en la Eucaristía” y el Papa proclama la fiesta del CUERPO DE
CRISTO a toda la iglesia en el año 1264.
La
forma de expresar esta gran verdad es con una solemne procesión de Cristo
eucaristía que camina en medio de su pueblo, mientras que éste lo aclama y lo
adora como su único Señor y como el Dios redentor que se ha quedado con
nosotros.
Esta
realidad, al pueblo cristiano de ese momento, le genera un sentimiento de
agradecimiento inmenso, hasta el punto que le hace exclamar: “Dios se merece todo y lo más grande” y
no solo lo siente, sino que lo expresa de la forma más vistosa, es cuestión de
que nos detengamos en esa época del barroco donde no se cansan de recargar
cualquier detalle: custodias, expositores, tronos, imágenes, música, cálices…
Hoy
ha cambiado completamente la mentalidad, somos más prácticos, más
materialistas, se está perdiendo la dimensión transcendente, se le da
importancia a otras cosas… Pero no es correcto que con nuestra mentalidad nos
atrevamos a juzgar la mentalidad de otros tiempos, en los que había otra
sensibilidad y otra forma de ver las cosas y sentir a Dios en la vida.
Digo
esto porque con frecuencia me encuentro a personas, incluso cristianos, que se
escandalizan viendo la custodia con la que exponen el santísimo en nuestra
catedral, en Baeza, en Toledo, y en prácticamente todas las ciudades de nuestra
tierra.
Pienso
que no es motivo de escándalo el ver esas obras grandiosas en honor de Jesús,
hecho pan como expresión máxima de amor y entrega a los hombres, sino el que un
cristiano no quiera reconocer el signo, y quedarnos extasiados en la riqueza de
la joya o en la ostentación que para nosotros es hoy esas obras de arte.
El
cristiano de aquel momento, en el que nace esta práctica, ve a Jesús pobre,
entregado, queriendo ser el aliento, la fuerza y la esperanza del hombre y no
duda en entregar lo mejor y lo más grande que tiene como expresión de
reconocimiento y agradecimiento.
El
hombre de hoy, con una visión materialista, con una ideología en donde solo
reconoce derechos, no entiende más que lo económicamente es rentable y
considera un derroche y un despilfarro cualquier gesto de expresión del amor.
Teniendo
esta mentalidad que nos envuelve, hoy debemos tener mucho cuidado a la hora de expresar
nuestra fe y nuestros sentimientos religiosos, pues los signos que utilizamos con
frecuencia no suelen estar en consonancia con el lenguaje que hoy se estila y,
en lugar de manifestar lo que sentimos, resulta que estamos manifestando otra
cosa muy distinta, que impide ver la grandeza del misterio que confesamos y
celebramos.
Otra
equivocación que estamos viendo que se comete con frecuencia es utilizar la Eucaristía
como instrumento pastoral, con el que se subsanan todos los problemas: la
Eucaristía la convertimos en el parche que tapa todos los agujeros y no nos
damos cuenta que es la fuente, el origen, la base, el culmen y el fin de toda
la acción pastoral.
No
podemos utilizar la Eucaristía para salir del paso ante cualquier evento que se
presenta, como una parte más de un acto social en el que nos da la oportunidad de reunir un grupo de
personas para unos fines concretos, sin que tenga relación alguna con lo que
significa la eucaristía.
La
“Alianza” que Cristo realiza, sellada con una cena, en la que Él es el cordero
que se inmola y su sangre va a ser el sello eterno del compromiso que Él hace con
la humanidad, es lo que le da sentido a todo, pues Él se queda con su pueblo.
La
Eucaristía es el centro de la vida cristiana, lo que le da consistencia a la
iglesia, cada Eucaristía es una convocatoria a toda la iglesia a celebrar el
compromiso de Dios con el hombre y del hombre con Dios.
La
presencia de Jesús en la Eucaristía es para la primera comunidad, y lo fue
también para Jesús, la presencia del mundo entero por el que se ha entregado
participando con Jesús a la cabeza, comiendo y bebiendo su propia salvación.
La
pregunta que tenemos que hacernos es: ¿Qué ocurre cuando olvidamos lo que
significa esa comida y se nos olvidan los hermanos que deben estar presentes en
ella?
No
podemos evitar recordar la expresión de Pablo: “Quien come del pan y bebe del cáliz indignamente, es reo del cuerpo y
de la sangre del Señor”.
Por
tanto, no se trata de fomentar una exposición de interés turístico nacional, ni
de exhibir una joya única, sino de expresar el amor incondicional y eterno que
Dios nos ha expresado en su Hijo Jesucristo al que le preocupan todos aquellos
pobres desechados por los que nadie apuesta lo más mínimo y por los que Él ha
entregado su vida.
La
grandeza de nuestra procesión del Corpus debería ser la manifestación de todos
los pobres que se sienten queridos por el que dio la vida por ellos. Si esto no
es lo que ocurre, tenemos que plantearnos que algo estamos haciendo mal.