La moda verde, por Melitón Bruque García

Esta mañana fui al supermercado y, mientras esperaba en la fila de la caja, escuchaba la respuesta de la cajera a una señora que protestaba por el dinero que le cobraban por las bolsas de plástico. La cajera entre sonrisas la quería convencer de que se trataba de una campaña de concienciación de la necesidad de reducir la contaminación y le decía que había que acostumbrarse a reciclar, que estaba acostumbrada a hacer las cosas sin pensar en nadie... Minutos después yo pasé y sentí ganas de continuar la misma discusión y decirle a la chica que era ella la que no tiene ni idea de lo que es la moda verde.


Cuando yo era niño la leche nos la servía el señor que la traía directamente de las cabras o las vacas en damajuanas o en cántaras y te la ponía directamente en la botella que tú llevabas o en el jarro. Y cuando ibas a la tienda y comprabas un litro de leche o de lo que fuera, pagabas la botella que después te desquitaban cuando la devolvías y ¡vaya que procurábamos no romperla! Ya sería bueno que aprendieran los jóvenes de hoy día la lección! La misma cosa ocurría con las botellas de cerveza: la tienda las devolvía a la fábrica donde las lavaban, las desinfectaban y los discapacitados les ponían nuevas etiquetas, y salían de nuevo al mercado.
Los productos no venían envueltos en plástico de mil colores, sino que los llevabas en tu cesto de palma o de mimbre y, como mucho lujo, si es que era algo que podía desparramarse, te lo envolvían en papel de estraza marrón que seguía utilizándose en la casa para miles cosas.

No hace tanto tiempo a los niños recién nacidos las madres se compraban unos metros de tela y se proporcionaban sus pañales que se los ponían al niño y se los lavaban todas las veces que fueran necesarias y se los desinfectaban y blanqueaban con lejía y se guardaban para el próximo niño que naciera en la familia o se heredaban. A nadie se le ocurría tirar uno de esos pañales y menos aún una camisa, un pantalón o cualquier otra prenda de vestir: la ropa se lavaba, se cosía, se remendaba y se aprovechaba hasta que ya no podía dar más; se la lavaba con jabón hecho en casa con las grasas que sobraban de la cocina, se secaba a la luz y al calor del sol y en tendederos, no en secadoras que funcionan con 220 voltios. La ropa no se la tiraba a los contenedores. Los chicos usaban la ropa de sus hermanos mayores, no siempre modelitos nuevos. Ahora, los seguidores de la moda verde exigen incluso pañales de marca y a nadie se le ocurrirá reutilizar o lavar lo que otro niño o anciano ha ensuciado.

Y si vamos a hablar de reciclar sientes ganas de pedirle a mucha gente que se calle, pues no hace tanto tiempo, cuando media España era emigrante, y muchos mostraban el “cuarto de baño” como signo de progreso gracias a le emigración, el sistema de reciclaje era una cadena completa: los productos no venían en “tetras” ni en envases de plástico al vacío, sino a granel e íbamos a la tienda y nos los echaban en el cesto de paja o de mimbre o en la talega y si alguna cosa se podía desparramar en el cesto, se la envolvía en papel de estraza que después en casa tenía mil utilidades y, cuando lo soltabas en la “planta de reciclaje”, y al día siguiente no quedaba ni rastro de él.

La “planta de reciclaje” la teníamos en el corral y allí se dejaban amontonados todos los desechos de la casa que los aprovechaban los animales: cerdos, gallinas, cabras, conejos... que eran el complemento o el respaldo de la economía doméstica y las sobras o desechos de los animales eran el abono para el campo que devolvía de nuevo los alimentos para que empezara de nuevo la cadena... Yo no conocí jamás que las vacas se volvieran locas, ni que los pollos se resfriaran, ni que los cerdos tuvieran calentura, ni que los pepinos ni los tomates ni ningún tipo de hortalizas tuvieran bacterias de ningún tipo...

Así se venía haciendo desde siempre y nadie se quejaba de que la miel que sacábamos de los panales que encontrábamos en el campo estuviera contaminada por ningún tipo de insecticida ni que tuviera fecha de caducidad. Y los mantecados que hacía mi abuela en el horno, donde cocía el pan para un mes, en el tiempo de navidad, los colgaba de un clavo del techo en una cesta, para que no alcanzáramos los niños, porque tenían que durar varios meses, y no se ponían malos, sino que por el contrario, cuanto más viejos se hacían, más buenos estaban y, mi abuelo murió a los 95 años, porque se le acabó la vida, y estuvo trabajando en el campo hasta los 90, más fuerte que un roble.

No, jamás se nos ocurría coger un coche de 300 caballos para llevar los niños al colegio o para ir a comprar el periódico o para dar una vuelta por la tarde con 3000 vatios de potencia, rompiéndole los tímpanos a los vecinos y molestando a las tres de la madrugada. Íbamos andando a todas partes y no teníamos calzado para todas las estaciones del año ni para los diferentes quehaceres, eso eran muy pocos los que se podían permitir esos lujos.

Tampoco tenías un armario lleno de ropa hasta el punto que te volvías loco porque ya no sabes qué ponerte y prefieres ir al comercio y comprarte otra nueva. Teníamos, como mucho, un par, para quita y pon, y la ropa se lavaba y se remendaba hasta que se gastaba y no daba más de si.

Se lavaba en la acequia, en el río o en el lavadero público del pueblo, con jabón hecho en casa con las grasas sobrantes de la cocina y sosa caustica, sin otro olor especial que a limpio y no se hacía con lavadoras ni con productos especiales sino con una buena dosis de “refriegue” y después se secaba en tendederos, no en secadoras que funcionan con 220 voltios. La energía solar y la eólica eran las que secaban verdaderamente nuestra ropa.

No era la sociedad del “usar y tirar”: los chicos y las chicas usaban la ropa de sus hermanos mayores, que no siempre eran modelitos nuevos y de marca; a nadie se le ocurría tirar una camisa o un pantalón en ningún sitio, la ropa no era un problema para el espacio de la casa.

Cuando yo era niño, en el campo no teníamos ni luz eléctrica, ni agua entubada para las casas y había que ir a traer el agua para beber en cántaros y jugábamos el tiempo libre que nos quedaba del trabajo en juegos en los que se implicaban todos los niños del pueblo. En las noches frías del invierno, en torno al fuego, mientras se remendaban con esparto las espuertas de la aceituna, se iban contando cuentos que nos hacían soñar en aventuras con lobos, zorros y bandoleros; en los hogares en los que había una economía un poco más desahogada, había una radio en torno a la que nos congregábamos todos los vecinos para oír los discos dedicados de radio Andorra o radio Cazorla “La voz del Adelantado”, donde se daba cada día el programa de las canciones que se iban a emitir al día siguiente, con listas interminables de gente que dedicaban aquellas canciones a sus amistades.

La televisión vendría mucho después y solo tenían TV unos cuantos del pueblo; tampoco era como lo que tenemos hoy: era una pantalla del tamaño de un pañuelo en blanco y negro, en la mayoría de los sitios se veía como un campo de arena donde se movían unas figuras que no se sabía que eran y allí pasábamos intentando imaginar; poco a poco se fue aclarando un poco, pero no era algo que estuviera al alcance de todos, eso del plasma o del “leds” ni se imaginaba.

En la cocina teníamos un mortero o un almirez y esa era la máquina con la que hacíamos los batidos, no teníamos batidoras, microondas, ni ollas a presión y mucho menos robots que les programas lo que quieres y en pocos minutos te hacen lo que les pidas; entonces se trataba de poner un puchero de barro junto al fuego y pasaba todo el día para que por la noche estuviera la comida a punto.

No, no había microondas ni cocinas eléctricas ni de inducción ni de gas... era todo a base de leña que cortábamos de los olivos, de las encinas o del campo en el invierno y que duraba para todo el año y la ceniza era un componente del estiércol que se empleaba para el campo; no se desperdiciaba nada.

El sistema de conservación de los alimentos no era a base de conservantes y de productos químicos. No existían los frigoríficos ni las cámaras congeladoras, las cosas se conservaban en aceite, en sal o secándolas al sol y al humo y aguantaban perfectamente los calores del verano y los fríos del invierno.

Cuando teníamos que empaquetar algo que era frágil, en el campo usábamos paja y, en los mejores de los caos se usaba papel de estraza arrugado, pero jamás podíamos pensar en sobres especiales con burbujas de aire o materiales especiales de espuma.

Nadie podía imaginar que para limpiar el jardín se utilizara un motor para cortar el césped, para eso se cogía una hoz, una guadaña o una podadora y se hacía doblando el espinazo y haciendo ejercicio, con lo que no se necesitaba ir a ningún gimnasio no se veía a nadie en las llamadas rutas del colesterol ni con aparatos para quitarte las grasas que te sobran, más bien, todos estábamos faltos de esas grasas.

En el campo jamás se utilizaban herbicida ni pesticidas de ningún tipo contra las plagas o las malas hierbas, sino que cuando llegaba el momento en el que las plantas estaban a punto de espigar grandes cuadrillas de hombre y mujeres, con almocafres se dedicaban a arrancar la mala hierba para dejar los sembrados limpios y que crecieran con fuerza; de la misma manera, cundo llegaba el verano, grandes cuadrillas de hombres y mujeres llenaban los campos de cebada, de trigo... de cereales en general segando o arrancando y llevando a las eras donde se trillaba y se aventaba con el viento que corría; la paja se aprovechaba para la comida de le los animales durante el invierno y la que no se recogía se quedaba en el campo para que se descompusiera y fuera la base de abono para la próxima cosecha.

En el campo no conocíamos más líquido que el agua, el vino que se hacía en casa, el aceite y algún licor casero como mistela o cerezas en aguardiente... poco más se conocía en el pueblo.

Bebíamos agua en cualquier sitio por donde se encontrase, cuando teníamos sed, sin necesidad de vasos ni de botellas de plástico; ni preguntábamos si estaba tratada; en donde había un grupo de casas, había un pilar para que bebieran los animales y un tubo por donde caía el agua continuamente y bebían las personas; esas fuentes eran un bien público que todo el mundo cuidaba y respetaba.

A la escuela no íbamos cargados con una mochila llena de libros y con todos los tipos de accesorios que van los niños hoy: llevábamos una pizarra negra con un marco de madera de la que colgaba un trapo para borrar cuando nos equivocábamos o cuando habíamos hecho un deber; en ella nos ponía el maestro las muestras para aprender a escribir y solíamos salir de la escuela con la letra del maestro que nos enseñó a escribir. Llevábamos un pizarrín en el bolsillo y un libro que se llamaba “Enciclopedia” en el que estaba todo lo necesario para salir de la escuela con una cultura general bastante buena.

Cuando había que hacer algún trabajo un poco más delicado usábamos la pluma acoplada a un palillero y mojábamos en el tintero que había en el pupitre y que el maestro se encargaba de llenar de tinta de una botella de tinte que solía tener siempre preparada y que fabricaba él mismo con un sobre que diluía en una botella de un litro. Esto mismo hacíamos todos para nuestra casa, y en ella recargábamos las plumas estilográficas cuando más tarde pudimos tener la suerte de adquirir una de ellas. Los bolígrafos eran posteriormente artículos de lujo; te comprabas uno y se le iban comprando recambios cuando se gastaban, de modo que te duraba años.

Tampoco tenías máquinas de afeitar de esas que usas una vez y la tiras a la basura, mucho menos lo que ahora tenemos: había quien tenía una navaja barbera que afilaba en el cinto y la gran mayoría se compraba cuchillas que se acoplaban a una máquina y se apuraban hasta que ya mordían, en lugar de cortar y luego las hojas solían guardarse para cortar otras cosas: como el papel y para hacer punta a los lápices.

Se trabajaba de sol a sol y mucha gente solía guiarse por el horario solar de tal forma que sabían perfectamente la hora por la sombra que proyecta el sol y por la posición de las estrellas de noche; la gente no necesitaba aparatos que le indiquen al milímetro dónde se encuentra el bar de la esquina y todo el mundo aprendía rápidamente dónde tenía que ir e iba andando o en bicicleta, eso dependía del nivel económico que tuviera, pero lo último que hacían es utilizar a su madre o a su padre y a sus abuelos de taxista.

En la casa había un enchufe o, como mucho, un enchufe en cada habitación y no media docena y en cada uno, una regleta con seis enchufes para alimentar todos los artefactos que tenemos hoy.

Claro que me sentí mal al verle la cara de la cajera que sonreía burlonamente a la anciana diciéndole que estaba acostumbrada a funcionar sin orden ni concierto y que era hora de que espabilara y se pusiera a reciclar. ¿Sabrá esta joven lo que es reciclar? ¿Estará ella dispuesta a hacerlo?

Cuando salíamos por la puerta del supermercado, el señor que venía detrás de mi también venía protestando indignado, lo miré sonriendo y me dijo:
- “Todos estos tendrían que volver a donde nosotros hemos estado”.
Yo le contesté: “No se preocupe, es muy fácil que tengamos que volver a reciclar y ahí ya veremos qué pasa”.
- “Exactamente, ahí veremos qué hacen todos estos sabeores, pues dejamos con mucha alegría el campo, pero al final tenemos que darnos cuenta que es lo único que no falla y que nos vuelve a hacer humanos”.