P: Prometiste hacer hoy algunas reflexiones sobre cómo Dios creó al hombre con el barro de la tierra.
R: Sí, ya recuerdo. En primer lugar te garantizo que Dios no creó al hombre como aparece en este segundo relato de la creación. Dios no tiene manos ni es un alfarero al estilo del ser humano. Lo importante es creer que también el hombre procede Dios por creación. Pero no es esta la reflexión que te prometí.
P: Bueno, dime ya, por favor, que me tienes impaciente.
R: Pues es muy sencillo. Muchas veces, en mis ratos de oración sobre este pasaje, me he acordado de un amigo mío, alfarero, al que vi muchas veces trabajando con el barro. Me encantaba contemplar su destreza en dar forma a sus creaciones, ya fueran jarras, platos, figuras humanas, etc. Pero no solo me encantaba su destreza, sino que me sorprendía gratamente ver cómo parecía que su alma se escapaba por sus dedos y se asomaba por sus ojos.
P: Y pensabas en Dios, ¿verdad?. Te gustaba verlo como un alfarero con sus manos modelando el cuerpo del hombre.
R: Así es: pensaba en Dios, o mejor, Dios suscitaba en mí el sentimiento de su cariño, de su cercanía, de su entrañable finura. Qué buen artista es Dios y qué completas y maravillosas son sus obras, pues no se contentó con crear el cuerpo del hombre sino que “insufló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente”. (Gn. 2,7). Y esto me lleva a pensar: Soy hechura de Dios; mi vida es de Dios; Dios me quiere; soy su imagen, como todos los hombres y mujeres del mundo. Si Dios me quiere así, yo tengo que querer a todos los que, como yo, son imagen de Dios.
P: Te lo agradezco. Has cumplido muy bien tu promesa y más de una vez reflexionaré y haré oración con estos textos de la creación.