Científicos y cristianos, cristianos y científicos, por Antonio José Sáez Castillo


Científicos y cristianos, cristianos y científicos


Antonio José Sáez Castillo
Profesor Titular del Departamento de Estadística e Investigación Operativa 
de la Universidad de Jaén


Linares, 15 de noviembre de 2009, festividad de San Alberto Magno, patrón de las ciencias

Recientemente, a propósito del excelente material que nuestro párroco ha comenzado a elaborar para la formación y la reflexión en el marco de las asambleas familiares, tuve la oportunidad de revivir toda una serie de conflictos personales y familiares que muchísimos cristianos hemos experimentado a lo largo de nuestras vidas.
La primera hoja de este material de nuestro párroco trataba de explicar, con palabras al alcance de todos, cuáles son los fundamentos del origen del universo y del hombre, según las teorías científicas más comúnmente aceptadas hoy en día, y cómo esas teorías encajan con nuestra idea de un Dios creador que da origen al hombre a su imagen y semejanza. Desde una mirada más amplia, el material formaría parte de lo que se ha venido en llamar desde hace años diálogos fe-ciencia.
A ese respecto, en estas líneas me gustaría poner encima de la mesa, llevar a quienes las leáis, las reflexiones de alguien que, como yo (y como otros tantos) vive con gran intensidad su fe cristiana y, desde la llamada que esa misma fe le hace, dedica la mayor parte de su esfuerzo profesional y vital al ámbito científico.

Todo diálogo implica confrontación en sí mismo
A mi juicio, hablar de diálogo entre fe y ciencia es en sí mismo un error. Cuando dos personas dialogan, confrontan sus posturas escuchándose mutuamente, llegando incluso (en el mejor de los casos) a determinados acuerdos que implican sacrificios por ambas partes. Si esto no ocurre, un diálogo llevado adecuadamente puede conducir al menos a ponerse en el lugar del otro, comprendiéndolo, empatizando con él y su postura. En el peor de los casos, el diálogo se convierte en el acto en que dos sordos lanzan al viento sus premisas, sin posibilidad alguna de auténtica comunicación.
Entre fe y ciencia históricamente ha pasado algo parecido. Desde el principio de los tiempos el hombre metió en el ámbito de la fe todo aquello que no entendía, que era mucho, hasta que en el transcurso de los siglos fue encontrando una explicación científica a determinados fenómenos, que pasaron de ser cosas de la fe, asociadas a la existencia y a la actuación de un ser superior, a ser cosas de la ciencia, con una explicación en la que la presencia del ser superior no es una hipótesis necesaria.
Lo que ocurre con esa dinámica de cesión es que, inevitablemente, la parte que cede pasa a la defensiva. Por concretar, yo recuerdo a mi madre, que recibió la educación de la posguerra, obligada por mi hermana mayor y por mí a reconocer que el Génesis no es un relato a pies juntillas de la creación del universo y del hombre; recuerdo cómo al principio esa cesión le resultó dolorosa, entre otras cosas porque mi hermana y yo, adolescentes en aquella época, pequeños “sabelotodo” inmisericordes, bien nos ocupamos en regodearnos en nuestro triunfo. Y recuerdo una discusión en la que mi pobre madre terminó diciendo “Vale, pero antes y por encima de todas esas cosas, antes que el Big Bang o lo que quiera que hubiera, yo creo que está Dios...”. ¡Qué lejos queda Dios entonces, ¿no?!
Lo cierto es que en no mucho tiempo (no hablo de siglos, hablo de unas pocas décadas), el creyente de a pie, no aquellos que leen tratados de ciencias naturales y de teología o antropología, sino el cristiano de la calle, el que fue educado como mi madre, tuvo que hacer una catarsis bestial, renunciando de un plumazo a que el mundo se hizo en siete días, que el primer hombre se llamó Adán y que la primera mujer la sacó Dios de una costilla suya, para tener que pasar a creerse otras cosas, algunas de las cuales, en el fondo, suponen el mismo ejercicio de fe (¿qué es eso del Big Bang? ¿realmente venimos del mono? ...). Otros, lamentablemente, no superaron la prueba y perdieron su fe en aras de algo difuso, indeterminado.

Necesidad de integrar la ciencia en el ámbito de la fe
A mi juicio, lo que subyace en esa dinámica discutible del diálogo entre fe y ciencia es precisamente separar la fe y la ciencia. Creo que con frecuencia olvidamos en qué consiste realmente nuestra fe. Fe es sinónimo de confianza: los cristianos, por ejemplo, tenemos confianza-fe en Cristo, es decir, en lo que él nos transmitió en su Evangelio, esencialmente, que existe un Dios a quien podemos dirigirnos como a un padre y que por amor lo hizo todo y lo hace todo. No lo olvidemos, se basa exclusivamente en la confianza.
¿Y la ciencia? Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, es el “Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales”. Visto así, ¿dónde está el conflicto? ¿Por qué hay que establecer una necesidad de diálogo? Si la ciencia es conocer mediante la observación y el razonamiento la realidad que nos rodea, ¿en qué se enfrenta eso a la presencia de Dios? Cuentan que un científico de la época presentó al Emperador Napoleón un tratado de aquellos que encerraban casi todo el conocimiento, y éste le recriminó que en todo el voluminoso tratado no aparecía ni una sola vez la palabra Dios. El científico se defendió diciendo: “Excelencia, es que esa hipótesis no me ha sido necesaria”. Ahora bien, que no sea necesaria no implica que no esté o que no se de: nunca podrá negarla. El creyente debe dejar de atormentarse de una vez y de recelar de la ciencia, porque jamás podrá negar la presencia de Dios en el momento de la creación ni en el transcurso de la historia.
Ahora bien, no podrá negarla, pero tampoco demostrarla. Y es que, a mi juicio, durante muchos siglos y aún hoy en día, pretendemos ver a Dios en todo aquello que no comprendemos, y no en lo que sí entendemos, siendo esta una postura llena de peligros.
Además, se trata de una postura errónea, porque a Dios no se le demuestra, sino que se le vive. Dios no es objeto de la ciencia, sino de la fe: son dos campos que no interfieren el uno en el otro, sino que, al contrario, pueden y deben vivirse con armonía.

La ciencia ayuda a arrojar luz, a distinguir fe y superstición
Entre los peligros de querer ver a Dios sólo en lo que no entendemos de nuestro mundo, yo destacaría la posibilidad de confundirnos en la forma en que Dios se manifiesta en nuestras vidas. No hace falta remontarse a la época en que todo lo malo (enfermedades, malas cosechas, meteorologías adversas, etc.) venía de Dios, enojado por nuestros pecados. Aún hoy en día entendemos que hay cosas que pasan porque Dios lo ha querido así, y esa forma de pensar y de mirar es un error, aunque no entendamos por qué ocurre.
No debemos confundir los términos: Dios, en su infinita sabiduría, ha creado un maravilloso universo que obedece a unas leyes generales que Él mismo ha planificado, cuya belleza y elegancia son dignas sólo de Él. De hecho, el ser humano está dentro de esa dinámica en la que se mueve el mundo y, por tanto, lo mismo que todo lo que existe, está sometido a las mismas leyes de ese universo. En consecuencia, nace, crece vive y muere, como todo lo que existe. El mismo Jesucristo al encarnarse, asumió estas mismas leyes naturales y pasó por donde pasamos todos, hasta el punto que al final murió. También es cierto que, aún dentro de esas leyes tan hermosas, convivimos con el misterio del sufrimiento de los inocentes, por ejemplo, pero no nos equivoquemos y dejemos que, si es posible, la ciencia nos ayude a exculpar a Dios de lo que no ha hecho.
Pongamos algunos ejemplos, reales algunos e hipotéticos otros. Si en la India una planta química sufre un escape de gases y mueren miles de inocentes, ¿tiene Dios la culpa? No, la tienen quienes pudiendo hacer la planta más segura con los conocimientos científicos y tecnológicos a su alcance, se ahorran unas rupias y no lo hacen. Si alguien fuma como un carretero y le sobreviene un cáncer que, lamentablemente, acaba con su vida, no sé si es justo decir, ¡qué le vamos a hacer, Dios ha querido llevárselo!: creo que, en cualquier caso, ese alguien ha puesto algo de su parte. Recientemente participé en un proyecto para la construcción de una carretera en el que, como matemático, debía estimar cuánto tiempo pasará hasta que a lo largo de esa carretera llueva una barbaridad, tanto como para que se pueda llevar la carretera por delante: en función de esa estimación, siendo más o menos conservador, la carretera se hará más o menos robusta, capaz de tolerar tanta lluvia; la decisión de hacerlo es humana, luego la fatalidad no debe atribuirse exclusivamente a Dios, ¿no es así?
Con todo, los creyentes estamos seguros de la presencia de Dios en nuestras vidas. Fomentar entre nosotros un espíritu científico debe ayudarnos a mirar la creación con más confianza, no porque tengamos más controlada la posibilidad de que Dios intervenga en ella, sino todo lo contrario, porque eso nos tiene que ayudar a vivir la creación como un regalo y no como un lugar inhóspito donde a poco que Dios quiera, sobreviene la desgracia.

La fe proporciona un marco de actuación para el desarrollo de la ciencia
Ni que decir tiene, y aunque le pese a muchos, que la fe y, más en concreto, nuestra fe cristiana, tiene que aportar el mismo marco de actuación al científico en su labor que al panadero en la suya, por poner un ejemplo. No hará falta extenderse demasiado para alertar del peligro del hombre, supuestamente de ciencia, y falto de un compromiso ético con aquello sobre lo que investiga. Los recientes avances en el campo de la genética, por ejemplo, han traído a colación toda una serie de conflictos morales en los que el científico cristiano se plantea desde su fe hasta dónde puede y debe llegar.
El problema, lo queramos o no, es que, en gran medida por esta dificultad histórica y este conflicto aparente entre fe y ciencia, faltan científicos cristianos en la mayoría de los centros de decisión (también a todas las escalas, obviamente). Es triste tener que decirlo, pero incluso entre algunos miembros de nuestra jerarquía se han oído a veces disparates que demuestran que hablaban de oído y mal; pero no sólo en la jerarquía: todos tenemos la tendencia a recurrir a los clichés que heredamos antes que formarnos adecuadamente para poder hablar con rigor. Y, desgraciadamente, cuando contamos en el seno de la Iglesia con gente formada y capaz, son por lo general ignorados fuera de ella, sólo por el hecho de manifestarse desde el ámbito de la fe, como si ésta fuera, una vez más, incompatible del discernimiento científico y sólo tuviéramos derecho a encarnarla en ritos más o menos privados.
Por todo ello, hacen falta más y mejores científicos cristianos. Pero hace falta también que no los dejemos solos, que no nos dejéis solos, a los que entendemos la ciencia desde la fe, ya que, aunque suene duro decirlo, tenemos que actuar en un entorno generalmente hostil.

Epílogo
No quisiera terminar esta reflexión sin compartir con vosotros el sentimiento tan especial que supone la investigación en el campo de la ciencia. Quiero que eso os anime, seas joven, padre/madre o jubilado a tratar de entender los conocimientos que la ciencia pone a nuestro alcance. Dios creó un mundo lleno de maravillas que poco a poco, los científicos vamos sacando a la luz, vamos poniendo en valor. No es menos emotivo disfrutar de un hermoso atardecer sabiendo que esa luz tan especial la producen los rayos del sol al ser filtrados en determinadas longitudes de onda por la atmósfera, sino al contrario, te llena de profunda admiración y gratitud llegar a comprender las maravillosas leyes de la creación de Dios.