El tren de la vida, por Melitón Bruque García


En estos días toda la gente recuerda a sus difuntos y es una tradición hermosa la que tenemos: llevar un ramo de flores al cementerio y rezar una oración pidiéndole a Dios que le haya perdonado todas sus equivocaciones y le tenga más bien en cuenta todo el esfuerzo que hizo por poner su grano de arena, para que las cosas fueran mejor en este mundo. La verdadera muerte no es que hayamos desaparecido de la visión de este mundo, sino el haber desaparecido de la memoria de los que nos conocieron porque lleguen a creer que no vale la pena recordarnos. La verdadera muerte es el olvido.

Por eso, este tiempo también es extraordinario para que nos planteemos nuestra propia vida y la vivamos de tal forma que merezca la pena el que quedemos en la memoria de aquellos que nos conocieron.

Pensando despacio en la vida, te das cuenta que esto es como un tren con muchos vagones: ciento y pico, no muchos más, porque no solemos pasar muchos años más allá de los cien, y eso teniendo suerte.

Es un tren que va repleto de gente, con paradas a cada momento, en las que se va subiendo gente en su vagón, otros que se van bajando de los distintos vagones, otros lo hacen del primero. Cuando nacemos nos subimos en nuestro vagón y allí encontramos a nuestros padres con quienes creemos que vamos a pasar toda la trayectoria, pero las cosas se van complicando y vemos que cada uno nos vamos quedando en nuestro vagón y cómo va cogiendo cada uno su asiento y su vagón correspondiente y, cuando menos nos queremos acordar, vemos que se bajan del tren y nos quedamos sin su amistad y sin su presencia, dándonos cuenta de que será irreemplazable.

Durante el trayecto, la gente se va pasando de un vagón al siguiente y todos van avanzando hacia el primero. En cada parada hay de todo: alegrías, sorpresas, tristezas...

Unos van bajando y otros van subiendo al vagón y nos vamos encontrando con otras personas que jamás pudimos imaginar que llegaran a ser tan importantes para nosotros: son los hermanos, los amigos y esos amores especiales y maravillosos que surgen.

Vemos que también hay personas solitarias que andan por ahí como quien está de paseo, desaparecen y ni nos damos cuenta cuándo se bajaron o desocuparon el asiento, lo mismo que también nos encontramos con personas que sólo cuentan tristezas y amargura del viaje; también encontramos otros que son felices, pues en el viaje se dedicaron a andar de un lado para otro ayudando a todo el que los necesitó, participando y metiendo alegría donde llegaron y todo el mundo los conoce, porque la verdad, son gente encantadora.
Por eso, cuando alguno de éstos se baja, el vagón siente un gran vacío y sigue por años añorándolos y haciendo referencia a ellos.

Ocurre también algo curioso con esos pasajeros que montaron con nosotros a quienes queremos con toda nuestra alma: los vemos que se instalan en lugares diferentes al nuestro y vemos que tenemos que hacer el trayecto separados, aunque no se nos impide que nos veamos, pero no podemos sentarnos a su lado porque el puesto ya está ocupado por otra persona; por tanto, nos vemos obligados a caminar separados.
Y así transcurre este viaje en el tren de la vida: lleno de desafíos, de sueños, de fantasías, de esperas y despedidas... pero jamás de regresos.

Esto no es algo que nosotros podemos parar cuando se nos ocurra, bajarnos y coger otro o dirigirnos hacia otra dirección; se trata de un viaje obligatorio que vamos haciendo todos y, en algún momento, durante el trayecto, nos tendremos que bajar cuando llegemos a nuestra estación. Por tanto, lo interesante es que procuremos pasarlo lo mejor que podamos con la gente con quien nos toca hacer el recorrido.
No podemos olvidar que podemos encontrarnos con gente que en algún momento del trayecto veamos que no puede defenderse y que necesita que la comprendan y le ayuden... Con toda seguridad, llegará también un momento en que nosotros nos encontraremos de la misma manera y necesitaremos que alguien nos eche una mano.

El gran misterio de este viaje es que no sabemos nunca en que estación nos tocará bajarnos y menos aún dónde se bajará la persona que va a nuestro lado, ni los que nos acompañan en el vagón.
En la fascinación de este viaje, yo no hago más que preguntarme si cuando me toque bajarme, los que me acompañan sentirán nostalgia de mí. Yo sí que sentiré nostalgia y dolor de dejar a las personas a quienes quiero con toda mi alma, a mis amigos, a mis hermanos, a mis amigos, a mis padres...
En medio de este pensamiento me queda la esperanza de que en algún momento, cuando lleguemos al destino final, allí me encontraré con toda mi gente, con todos aquellos que encontré en el trayecto y fuimos felices y nos daremos un abrazo enorme de alegría por la certeza de que nadie nos volverá a separar.
En ese momento, lo único que me hará sentir feliz es el pensar que colaboré y puse lo mejor que tenía por hacer agradable el viaje a los que me acompañaban y posibilitar que cada uno se fuera llevando su mente y su corazón llenos de experiencias hermosas de amor, de amistad y de fraternidad.
Sin este sentido de esperanza yo no podría vivir. Por eso doy gracias todos los días a Jesucristo que vino a decirme que la muerte no es el final desastroso del viaje, sino la llegada al destino de la alegría y de la felicidad.