La liturgia de este domingo (5 de febrero, Marcos 1, 29-39) nos presenta a San Pablo que se plantea el tema de la economía de la comunidad y presenta su postura personal como solución al problema: se trata de una actitud solidaria en la que cuenta el bien del grupo antes que el suyo propio y, por tanto, no tiene problema en renunciar, incluso, a sus propios derechos.
San Pablo presenta a la comunidad su consagración: “siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles”. Su paga, por tanto, es hacer el anuncio y ganar para el Evangelio cuantos más, mejor. El Evangelio lo tiene que ofrecer de balde, porque es así como él lo ha recibido.
Ahora bien, una persona que se ha puesto al servicio de otros, debe ser sustentada por éstos, si es que quieren que siga sirviendo, pero no es la predicación del evangelio lo que exige recompensa, sino su consagración a los destinatarios. El “trabajo” del sacerdote, ¿es la celebración de los sacramentos y la predicación del evangelio por lo que hay que pagarle? ¡¡De ninguna manera!!. El dar el perdón, el presidir la celebración de la Eucaristía, el ser instrumento de comunicación de Jesucristo con su pueblo, el llevar el perdón y el consuelo a los enfermos, el recibir a un niño que nace en la familia cristiana, o bendecir la opción de dos jóvenes que deciden poner su amor como un signo del amor de Dios a su Iglesia… eso, no solo no es trabajo, sino que es la paga y la gran alegría de la respuesta que se ha tenido a la invitación que Dios ha hecho a trabajar con Él en su reino.
El TRABAJO del presbítero consiste en poner su vida al servicio de la comunidad, para todo aquello que en el campo de la fe, o de lo que él pueda, y que esté a su alcance, sepan todos que tienen a un servidor que consagró su vida para ser testigo del AMOR hecho servicio. Lógicamente, una comunidad cristiana que tiene a una persona consagrada para ella, ha de cuidarla, si es que quiere que pueda seguir realizando esa misión.
Esto da una luz extraordinaria a lo que hoy también se presenta con mucha frecuencia como un problema: como persona, el sacerdote tiene derecho a vivir dignamente; como cualquier persona, además tiene obligación de hacer un servicio también digno. Por tanto, si la comunidad a la que se consagra le falta esta conciencia y considera a su presbítero como un parásito al que no quiere apoyar y solo le exige un servicio gratis pero no está dispuesta a sostenerlo, a este presbítero no le quedará más remedio que dedicarse a buscar su sustento por otro lado o dejar esa comunidad que no quiere aceptar el Evangelio.
Por lógica, quien no quiere colaborar en una empresa es porque siente que no la necesita, que no le interesa ni se siente unido a ella y, por tanto, no quiere saber nada del tema.
Hemos comenzado diciendo que es un problema de suma actualidad y que, por más vueltas que damos y decimos, la mentalidad mercantilista nos invadió por completo y perdimos la grandeza de lo gratuito, que es siempre expresión del amor: estamos acostumbrados y lo vemos que en justicia así debe ser, el que damos un dinero y nos sentimos con derecho a exigir lo que hemos pagado y, por eso, preguntamos “cuánto vale” una misa, un bautismo, un matrimonio… lo mismo que hacemos cuando compramos unos zapatos o cualquier otro producto y mucha gente protesta cuando se le dice que le pregunte más bien a su corazón, para que le responda lo generoso que es.
No queremos aceptar que el amor es gratuito y que cuando da, no espera sino la misma respuesta de amor. La ley, en cambio, se da para aquellos que no quieren amar y, por tanto, no son solidarios, no quieren colaborar, no se sienten familia, no se puede contar con ellos… en ese caso, hay que recordarles que el templo al que viene a pedir un servicio tenemos que mantenerlo: la luz no nos la regalan, ni ninguna cosa que necesitamos, como puede ser la rotura de una teja o cualquier cosa de las que constantemente se están haciendo.
Hay que recordarle que tenemos que ser solidarios con los que no tienen, que tenemos que sostener al sacerdote y que necesitamos para reparar algún desperfecto… y si es que no quiere entender esto, entonces no queda más remedio que hacerle entender que si él no acepta la solidaridad y el compartir, entonces que pague el servicio que se le hace. Son para estas personas las tasas indicativas que se establecen, indicándole que, si es que puede, menos de esa cantidad no debería dar, pues si lo piensa despacio verá que suele gastarse y no pone reparo alguno, en cosas sin importancia cantidades muy superiores a lo que la Iglesia le pide: no ponemos reparo alguno en pagar por un reportaje de fotos 3.000 € o gastarnos un dineral en flores o en música… y no digamos ya en un banquete, donde se tira un montón de comida, y en cambio, para colaborar con la Iglesia andamos regateando y, si podemos, hasta nos despistamos y no dejamos un solo céntimo.
Realmente es muy triste que esto se tenga que hacer, pero volvemos otra vez a lo mismo: por estos, que luego incluso salen criticando de que la Iglesia les “cobró”, es lamentable que la comunidad cristiana tenga que aparecer con una imagen de “negocio” y haya que renunciar a la imagen de familia solidaria en la que todos nos sentimos en comunión y hermanos, teniendo que dar la imagen de una oficina de servicios que han de pagarse.
Tenemos un largo camino que recorrer en este sentido y no podemos esperar ni seguir estancados en el error de unos cuantos; vivimos tiempos en donde hay que clarificar posturas, y esto se siente con carácter de urgencia: ya se están dando pasos desde hace bastantes años en que se está pidiendo que la Iglesia tiene que funcionar con total autonomía y no podemos esperar que nadie venga de fuera a “sacarnos las castañas del fuego”. Hoy recibe la Iglesia lo que los cristianos destinan a ella en su declaración de la renta, suponiendo esto un 17%, el resto proviene de colectas, donativos, y fundaciones que los cristianos han hecho para la iglesia.
Cada día se ve con más claridad, que aquella comunidad que no se oriente en este camino de responsabilidad, se quedará sin presbítero y tampoco podrá salir adelante, pues nadie le va a echar una mano, eso será un signo claro de la desaparición de la comunidad porque murió la solidaridad y la fraternidad en ella.
Desgraciadamente venimos arrastrando una mentalidad medieval que no logramos limpiar y seguimos pensando que la Iglesia es el cura, el obispo, el papa y que cada cristiano le hace un favor al cura cuando va a la Iglesia.
Seguimos pensando que la Iglesia es poderosa y riquísima, con capacidad de competir con el mismo gobierno en cuestión de poder y de finanzas, por tanto, ella debe salir al frente de cualquier problema que tenga, pues tiene capacidad para hacerlo. De hecho seguimos sacando en las conversaciones las obras de arte del Vaticano, el anillo de oro del papa… y ahí seguimos estancados, sin querer aceptar que la Iglesia es nuestra familia, la que nos rodea a diario, esa comunidad de mi barrio con la que me reúno, que sufre, que se encuentra en el paro, que están enfermos, que no tienen para salir adelante… y, yo que me siento cristiano, no puedo dejar a mi hermano en la cuneta, y me reúno con él para pedirle a Dios que nos eche una mano y, de paso, le digo que cuente con la mía.
Y esa vida que compartimos, nos reunimos para celebrarla con la EUCARISTÍA y con todos los sacramentos y afianzar así los lazos de unión, para sentir que somos hermanos y que Dios vive con nosotros, animándonos en esa lucha diaria.
El discurso de la inquisición, de las cruzadas, de los viajes del papa… es algo que está ya tan explotado y trasnochado, que ya suena a excusa descarada para sacar el hombro y no apoyar, sino por el contrario hacer lo mismo que se critica, pues normalmente ese discurso es sostenido por aquellos que jamás han dado un céntimo a la Iglesia y tampoco piensan darlo. Es como aquel que se pone a criticar todo lo que se hace en la Iglesia, cuando jamás ha puesto los pies en ella ni se ha implicado en nada.